martes, 3 de abril de 2007

el amor y una guerra (I)

miró su reloj.
las 23 04, su reloj digital le mostraba la hora con reflejos fluorescentes. Qué despacio pasaba el tiempo desde que estaba ahí, ahogado en ese agujero de polvo y suciedad.
Pensó en su casa. A esa hora tenían que estar todos, sus dos hermanas y sus padres, viendo la tele, o preparándose para ir a dormir. Bueno, todos menos su madre.
Se la imaginaba a ella, llorando delante del pequeño altar improvisado de fotos de santos de nombres imposibles, llorando e implorándole a una de sus miles de vírgenes, que no le pase nada a mi niñito, cuidamelo a mi niñito, por favor virgencita, tráigamelo a casa pronto y sano.
El nudo de la nostalgia volvió a atenazarle la garganta, como tantas otras veces (demasiadas), en las noches frías e inhóspitas del desierto oriental.
Se había acostumbrado (tenía brazos y voluntad de hierro), aunque no sin mucho esfuerzo, a pasar frío en los campamentos improvisados en medio de la nada, al cielo incadescente del medio día, a la brisa que quemaba, a la falta de agua, a la comida en lata, racionalizada y que sabía a mierda, a la falta de calor humano en las tardes de incomprensiones y nostalgias repentinas, se había acostumbrado incluso a la muerte. Se había acostumbrado a todo, menos a esa incómoda sensación de tener las lágrimas en los ojos, bregando por salir. No se podía permitir que le vieran llorando. A él, todo un hombre. Todo un soldado.
La marcha en la camioneta blindado ya duraba más de lo previsto. No es que le importara demasiado tardar o no tardar. En realidad, no es que le importara ya demasiado nada. Pero se preparaban para otra insurreción de la guerrilla, y no sabía si le quedaba mucho tiempo para preparar el rifle, para ajustarse el chaleco antibalas, para calarse bien el casco de acero y besar la medalla por última vez antes de volver a enfrentarse a la muerte cara a cara.
Le preguntó a un compañero. Estamos ya cerca de Kirkuk, le dijo, entre susurros.
La voz sibilina del teniente ordenó apearse del coche y, los 10 hombres armados y temblorosos se arrastraron sigilosamente por el suelo embarrado. La brisa nocturna les trajo sonidos de voces desgarradas, disparos de pistola, rumor de explosiones amortiguadas por la lejanía, el grito de un niño.
El sonido de la guerra.
La batalla había vuelto a comenzar, y, mientras las balas de ametralladoras automáticas silbaban en sus oídos, el soldado raso Jhon García cerró los ojos y se preguntó, una vez más, como cada segundo de cada minuto que llevaba en aquel infierno demencial, qué cojones hacía él ahí, cómo es que estoy aquí en vez de estar en la cama con mi novia, haciéndole el amor, bebiendo cerveza, viendo a los nicks con una bolsa de palomitas en la mano.
Nunca había sentido una vocación especial por ser militar, pero en fin, tampoco es que le hubieran dado demasiadas opciones. No quiso ir a la universidad porque sus padres se hubieran tenido que endeudar de por vida para pagarlo. No quiso trabajar en el taller de su tío Alberto porque no le pareció un trabajo de nivel.Y un día llamaron a su puerta, y el abrió a dos militares atildados que olían a colonia cara, y le dijeron: tenemos lo que necesitas. El futuro que esperabas.
Y el accedió, porque, pobre chiquillo latino en un barrio de blanquitos, todavía no se había terminado de creer que en América todos son iguales y tienen las mismas oportunidades. Y creyó en el futuro que le bridaba el ejército más poderoso del mundo, creyó que sosteniendo un rifle y vistiéndose de camuflaje podría llegar a ser alguien, y tal vez comprar una bonita casa de madera con un precioso jardín a las afueras de cualquier barrio residencial. Y lo creyó tanto, que ahí estaba él ahora, empapado, tiritando de frío, arrastrándose en el suelo cruel de un país que nunca le hizo nada, que nunca significó nada para él, que casi ni sabía situar en el mapa antes de que le dieran la palmadita en el hombro y le despidieran en el aeropuerto militar.
Y bueno, así estaban las cosas.
El walkie talkie crepitó con sonidos incoherentes dentro de su cinturón. Están cerca, uno de sus compañeros hablaba en clave, atropelladamente, con la voz quebrada por el miedo.
Ajustándose una vez más el casco hasta que le hizo daño, se sumergió en la oscura noche, con el rifle amenazante en sus brazos tensos, con el corazón apunto de reventarle las sienes, y respiró profundo, acórdandose del guiso de ternera con guisantes que su madre preparaba en las noches frías de octubre.

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