viernes, 27 de abril de 2007

el amor y una guerra (II)

Había perdido la noción del tiempo; la cabeza le daba vueltas y el olor nauseabundo a sudor y suciedad que impregnaba la ropa de cada soldado americano y cada iraquí se mezclaba con el hálito vaporoso que exhalaban los charcos de sangre que corrían en riachuelos por las aceras.
No sabía cuánto tiempo llevaban de reyerta. El soldado Jhon García siempre hacía lo mismo cuando tenía que usar el rifle: intentaba no pensar en nada, sólo apretar el gatillo cuando tenía que hacerlo, y si no cerraba los ojos y corría a ciegas por las calles polvorientas era porque a sus veintitrés años todavía le tenía algo de aprecio a la vida.
"Debe ser eso q llaman instinto de supervivencia", pensaba, mientras corría y se agachaba, se enderezaba y disparaba el rifle automático. "El instinto de supervivencia nos mantiene vivos, pero nos deshumaniza porque le cedemos el control de nuestros músculos a los instintos". Disparar, tomar aire, correr, esconderse, disparar un poco más, antes de que te disparen a ti.
No sabía cuántos hombres de encrespadas barbas, almidonados turbantes y ojos de fuego había matado ya en el tiempo que las balas llevaban silbando en sus oídos; no lo sabía, pero prefería no pensarlo.
El aliento de la muerte arrancaba en estertores la vida de tanto amigos como enemigos, y al fin y al cabo, pensó, éramos todos iguales cuando caíamos tendidos en aquel frío cemento que olía a muerte y a soledad. Americanos, chiíes, sunníes, británicos, polacos, italianos, búlgaros. Había visto en aquel desierto y alrededor del ancho mundo a hombres de todos los tipos, todos los tamaños, todos los colores, de todas las lenguas. Y todos eran lo mismo en la hora de la muerte: gritos de dolor, angustia en la mirada, sacudidas espasmódicas de los miembros cada vez más inertes.
Qué absurdo, pensaba el soldado Jhon García, qué absurdo que hayamos nacido para esto, para terminar desangrándonos de cualquier manera en el suelo frío sin saber exactamente por qué. Pero Jhon García no era filósofo, era soldado, y sigiuó haciendo lo que mejor sabía hacer, hasta que vio los ojos negros.
Estaban tras un velo de gasa, pero no como en las péliculas exóticas en las que una belleza de curvas cadenciosas se mueve frenéticamente al ritmo sensual de los tambores.
Eran unos ojos de mirada triste, opaca, dolorosamente oscuros y duros. Y estaban escondidos tras un velo roído que le cubría el rostro y parte del pequeño cuerpo desnudo.
No pudo apartar su mirada de esa mirada oscura ni cuando una de las balas le rozó el brazo derecho, desgarrándole la ropa de duro esparto y desgarrándole también la piel y los tendones. Se tapó la herida con una mano y avanzó inexorablemente hacia aquellos ojos felinos en los cuales había reflejos de irrealidad, hacia aquella oscuridad profunda de pestañas insolentemente largas.
La niña de unos seis años a la cual pertenecían los ojos de princesa encarcelada le miró, y é la miró a ella, y entonces vio la sangre y las heridas y la suciedad que cubrían su piel etérea, y percibió el terror que desprendía cada centímetro de su cuerpo.
Temlando de dolor, de sorpresa, el soldado Jhon García cayó de rodillas frente a la aparición onírica, y no pudo evitar estrechar contra su pecho el cuerpecito aterido de miedo y frío.
Siempre había creído en el destino; que cada cual en el mundo hacía lo que estaba llamado a hacer. Y en ese momento, con la niña iraquí entre sus brazos, con su pelo infantil enredado en sus rudas manos de guerrero bravo, sintió en cada rincón de su ser que ya había encontrado el tortuoso sendero de su propio camino: tenía que salvar a aquella niña, testigo prematuro de la muerte y la destrucción más demencial, testigo de los más bajos instintos que inspiran a un hombre a dejar de comportarse como tal, y a matar a otras personas en nombre de una bandera o una religión.
Como si bandera o religión significaran algo importante, más importante que los ojos asustados de una niña de seis años que empezaba a descubrir el mundo.
La sangre corría caliente y viva por el brazo torneado de Jhon García, y manchaba el velo de tul de la mariposilla que sostenía fuertemente entre sus brazos. No sabía qué le había pasado, a su espalda oía los gritos atónitos de sus compañeros, las órdenes enloquecidas del capitán de la brigada. Se podían ir al infierno todos, del primero al último, pero él iba a sacar de aquella locura de sangre y muerte a la niña que lloraba copiosamente en su hombro.
La levantó con el brazo que tenía sano, refugiándola en la caverna de su pecho y protegiéndola con su hombro. Se la llevó de alli, y anduvo perdido entre balas, gritos y ruidos de explosiones, nunca supo cuánto tiempo. El sol salió tras el horizonte pedregoso y él seguía andando con la princesita en brazos, sin prestar atención al dolor del brazo, de la cabeza, y al hecho de que si seguía andando, probablemente nunca encontraría el camino de regreso al campamento base.
Las horas se sucedían, lentas, pesadas, y cada vez le costaba un poco más dar el siguiente paso, un poco más la siguiente toma de aliento, un poco más mantener la cordura en medio de aquel desierto de roca y arena candente.
La niña de rizos negros se había dormido en su pecho, y él aspiró profundamente el aroma de su piel infantil. Ya no creía que pudiera volver a casa, pues la herida no dejaba de sangrar y él sabía perfectamente lo que le ocurriría si dejaba seguir la sangre manando sin hacerse un torniquete. Pero no tenía tiempo de preocuparse de eso, debía llevar a la niña a un stitio seguro y entonces ya se encargaría de buscar un hospital y un buen médico que le cosiera la herida y le diera algo para el dolor de cabeza.
Mientras la consciencia se le escapaba poco a poco de entre los dedos, y una neblia de agradable somnolencia comenzaba a nublarle la vista, el ruido atronador de un cláxon y el motor de un jeep despertaron a la niña que dormía desde hacía horas en sus brazos. Un todo terreno color crema avanzaba hacia ellos levantando nubes de polvo, y las voces sorprendidas de un idioma conocido le despertaron de su letargo duranto unos minutos.
Cuando el coche paró a su lado, en alguna parte de su adormecido cerebro surgió la coherente idea de que eran periodistas. Les habló en su mal castellano, el que había aprendido de sus padres cuando les hablaban a él y a sus hermanas en la intimidad del hogar, les dijo, ofrenciéndoles a la niña angustiada por tener que separarse de su pecho protector, que se la quedaran, que no dejaran que le pasara nada.
Los periodistas, con la niña adormilada en los brazos, se miraron entre sí como si todo fuera fruto de alguna extraña alucinación de desierto y falta de agua, pero cuando le quisieron pedir explicaciones, él ya estaba lejos, tambaleándose a penas en medio de las dunas de fuego.
El soldado Jhon García no pudo llegar mucho más lejos; el torrente de sangre que antes había corrido a borbotones no era ya más que un hilillo irregular que salpicaba de rojo bermellón la arena pálida. Sonrió a penas, acordándose de uno de sus cuentos preferidos, y pensó: un rastro de sangre en la arena.
La muerte por desangramiento es como un veneno suave que comienza velando cada uno de tus sentidos hasta que al final ya no sientes nada: en medio de los vapores de la inconsciencia, mientras su cuerpo de héroe marchito se rendía a la evidencia del cansancio insoportable, el soldado Jhon García agradeció a Dios la oportunidad de haber visto los ojos negros de un ángel en medio de aquel infierno de sangre y arena.

jueves, 19 de abril de 2007

¿Por que ese tio tenia dos pistolas?

Desde que se produjera lo que los medios ya denominan familiarmente "the Virginia Tech shooting" , una pregunta ha rondado incesantemente las páginas de los periódicos, las bocas de los presentadores de telediario. La policía investiga afanosamente, en colaboración con criminólogos, psiquiatras y allegados al asesino, para responder a esta pregunta: ¿Por qué Cho Seng Hui mató a esas 32 personas? Cuando en realidad la pregunta debería ser:
¿¿¿¿¿POR QUÉ COÑO ESE TÍO TENÍA DOS PISTOLAS????

Yo no tengo miedo a un maníaco-depresivo. Yo le tengo miedo a una legislación que le permite a un maníaco depresivo tener armas de fuego.

Y es que Estados Unidos es un país lleno de contradicciones: por un lado, ay, como te cojan con un poco de marihuana para consumo personal. Lo más probable es que esa noche duermas en el calabozo. Sin embargo, ir a la tienda de la esquina a comprarse un arma corta de 9mm es algo de lo más natural. El depediente sólo te pedirá algún tipo de identificación, y no se preocupará de si tienes antecedentes, si, como en el caso de Cho Seng Hui, estuviste ingresado en un hospital psiquiátrico, o si uno de tus hobbies preferidos es asaltar ancianitas en el parque por la noche.
Demencial.
Lo peor de todo, es, como dice la resabida frase "la violencia engendra violencia", el círculo vicioso que se crea en torno al tráfico legalizado de las armas: cuantas más armas tiene un país, más probable es que en ese país haya un alto índice de delincuencia, y cuanta mayor sea la delicuencia en ese país, más insegura se sentirá la gente y por lo tanto mayor cantidad de armas demandará. En realidad, es un círculo muy difícil de romper porque la tenencia de armas es una tradición muy arraigada en la cultura americana, y se amapara en una enmienda constitucional de hace nada menos que 217 años.

Estados Unidos es una de las democracias liberales más antiguas del mundo, y su Carta Magna es, de hecho, la más antigua de todas. No deja de ser admirable, que, mientras aquí todavía estábamos quemando herejes en la hoguera, en Estados Unidos contaran ya con una declaración amplia de derechos humanos, que srivió de referencia para la construcción de todas las demás cartas de derechos de las democracias que nacieron años, incluso siglos más tarde.
Pero alguna de sus leyes fundamentales, como esta famosa segunda enmienda del 1790, redactadas en un cotexto histórico muy distinto de la realidad americana actual, se han quedado obsoletas y son anacrónicas en una época en la que las sociedades actuales han alcanzado cutoas más o menos aceptables de civilización.
Los actuales partidos de izquierda (si es que en Estados Unidos exsite la izquierda), ni siquiera incluyen la ilegalización del mercado de las armas dentro de sus programas electorales, pues saben que perderían millones de votos, casi todos del medio oeste y del centro americano. Ningún político se va a atrever jamás a quitarles a los americanos sus pistolitas de vaquero, (¿como nos vais a privar de ese derecho constitucional?) y por lo tanto, ese círculo de violencia se seguirá prolongando hasta quién sabe cuándo. Eso, por no hablar de las muertes por accidentes en los hogares americanos: cada año mueren una media de 500 niños por estar jugando con la pistola de papá, que en un descuido, no puso el seguro, la dejó cargada encima de la mesita de noche.

No voy a tratar de analizar las causas de esta incomprensible afición de los americanos a las armas de fuego, ya lo hizo Michael Moore en su genial Bowling for Columbine, pero sea cual sea el origen de ese miedo visceral, de ese estado de alerta y desconfianza permanente en que viven los americanos, alguien debería poner de una vez el asunto sobre la mesa: tenemos un problema. Que un chaval de 23 años, depresivo, medio psicópata, haya comprado una pistola en la tiendecita de al lado de la universidad y se haya cargado a 32 estudiantes, algunos de ellos compañeros suyos de toda la vida, me hace pensar que este país realmente tiene un problema muy grave, y alguien debería hacer algo para solucionarlo.

Y, por otra parte, no deja de resultar cómico que las declaraciones del bueno de Bush hayan sido " esta violencia es incomprensible, no se puede entender esta violencia", horas después de que en Irak, al día siguiente, murieran 173 personas, 6 veces más que en la universidad de Virginia. En fin

¿Tal vez la solución sería destuir todas las fábricas de armas del mundo y encarcelar a todos los que, legal o ilegalmente, comercian con la muerte? Entonces la gente no las echaría de menos porque no habría nada de lo que tener miedo.

viernes, 13 de abril de 2007

El pañuelo

¡El 7!
El familiar grito de una voz femenina desconocida para mis pies en seco en medio de la calle. Doy media vuelta, y la escena con la que m encuentro me fascina, me deja paralizada.
Un grupo de niños jugando al pañuelo. No sé si os acordaréis de aquel juego infantil, yo tuve que esforzarme por recordar las reglas. Cómo pasa el tiempo, he pensado, consternada, haciendo cálculos mentales de los veranos que hacía de aquellas tardes de calor y zapatillas de deporte.
Me encantaba ese juego, genial de puro simple. Dos equipos frente a frente se disputan un pañuelo que alguien sostiene justo en el medio.
Las risas de los niños me hace sonreír. No puedo evitar quedarme unos minutos obervando a los niños jugar, olvidando momentáneamente mis importantísimas obligaciones. La portadora del pañuelo, la que da las órdenes, me mira, me sonríe cómplice.
Es divertido mirar, pero es más divertido jugar, pienso, y por primera en mi vida he sentido un dolor agudo y extraño, agridulce: la consciencia de lo irrecuperable.
Las voces de los niños llenan de cálidos ecos la calle mientras pienso que ya no volverá a haber tardes de calor y juegos en el parque, de campamentos de verano, risas en lagos helados y confesiones bajo los sacos de dormir. Y he sentido, pese a que prácticamente aún estoy empezando a ser joven, el peso de los años que tengo y los que me quedan por tener, la insportable nostalgia de aquéllo que se ha perdido para siempre.
Caminando cabizbaja bajo la tarde luminosa, dejando atrás el griterío infantil, pienso que es una etapa especial, la infancia: se depende para casi todo de los padres, para ir, para venir, para vestir, para comer. Sin embargo, nunca se es más libre, porque no se necesita nada más que aquéllo que se tiene inmediatamente al alcance de la mano.
-¿A qué hora te vas?
Casi no acabo de sentarme en la silla y ya esta deseando que m vaya…
-No te preocupes Sergio, que hoy vamos a dar mate- le dijo sonriendo, pellizcándole una mejilla.
Me mira como si le estuvieran torturando con hierros candentes, y, con voz desgarrada y gestos melodramáticos me dice:
-No porfavor, que hoy es viernes.
-Bueno, ¿y qué vas a hacer este fin de semana?-le pregunto, pues, al fin y al cabo, yo tengo tantas ganas de enseñarle las ecuaciones de primer grado como él de que se las enseñe.
Su carita llena de pecas se ilumina y empieza a contar con los dedos:
-Por la mañana jugar al tenis con mi padre, luego he quedado cn mis amigos, tengo un juego nuevo de la play, mi madre ha hecho tarta de chocolate…un fin de semana perfecto, vamos.
Y yo me asombro, y siento envidia, de lo poco que necesita él para ser feliz, y de lo mucho que necesito yo, siempre vagando a la deriva en un mar de inseguridades, relaciones tortuosas, preocupaciones más o menos banales e incipientes jaquecas de responsabilidad.
Un balón, un amigo, y una tarta de chocolate. La verdad, qué mas se puede pedir.
-Sergio, disfruta mucho de tu edad-le digo, entre racíes cuadradas y equis e ies.- Es la más bonita.
Él me mira con sus grandes ojos azules llenos de interrogantes, y me pregunta sin asomo de ironía (probablemnte no sabe lo que es la ironia):
-¿No te gusta tener 21?
Yo le digo, mirando por la ventana, suspirando, que bueno, que no esta mal, tiene su aquel. Pero ni punto de comparación.
Y él se encoge de hombros y sigue en su mundo de pilla pillas y oliver y benjis, y yo pienso, lo malo de la infancia es que no se tiene la conciencia de lo bonita que es hasta que ya no se es niño. Aunque supongo que en este desconociemiento está, precisamente, su encanto.
Y vuelvo a sentir envidia, pero ahora es envidia sana.

miércoles, 11 de abril de 2007

Internet o la historia de una revolucion peculiar


Hace 50 años, la gente casi no sabía lo que era un ordenador.
Hoy día, nos preguntamos cómo sería el mundo antes de existir Goolge (al menos yo lo hago).
El mundo ha cambiado sólo en el último siglo más de lo que cambió con la Revolución agrícola o la Revolución Industrial, y sobre todo, en mucho menos tiempo.
De todos los ingenios de la Era Tecnológica, Internet quizá haya sido el más espectacular, el más útil, el más expandido, el más aplaudido.
La red de redes nació en 1969, cuando APRAnet estableció su primera conexión entre tres universidades de California y una de Utah, y (¡30 años más tarde!), en 2006, alcanzó los 1100 millones de usuarios. Más aún, se prevé que en sólo diez años, la cifra siga subiendo hasta llegar hasta 2000 millones. Ésta es una cifra muy grande: estamos hablando de la tercera parte del mundo.
En lo que se refiere a España, el número de hogares que poseen acceso a internet es de 6 millones, según un reciente estudio de sobre la sociedad de la información de la fundación telefónica. Y esta cifra aumenta a un ritmo verteginoso.
De hecho, ya más de la mitad de los hogares españoles (58.4%), tienen un ordenador personal en casa, con o sin acceso a internet.
Esta carrera de la intercomunicación continúa inexorablemente, sin descanso. La gente cada vez está más necesitada de infromación, cada vez reclaman más medios para acceder a ella, cada vez más necesitan estar comunicados.
Sin embargo, sería interesante averiguar si estos nuevos usos tecnológicos están equitativamente distribuidos, si en cada región del mundo se usa internet en la misma proporción:
según fuentes del world gazatter, el porcentaje de la población relativa a la población mundial que habitualmente utiliza internet en África es del 3%, frente al 21.2% de Estados Unidos, pese a que el primero tiene una población tres veces superior.
Europa, con una población que representa un 12.3% de la población mundial, tiene el 28% de uso mundial de internet, mientras que Oriente Medio, Latinoamérica y Oceanía ostentan el 1.8, 8.1, y 1.7 por ciento, respectivamente.
Asia es un caso aparte, pues con su población de más de la mitad de la población mundial, tiene un porcentaje de usuarios de internet del 35%.
De los diez países con mayor número de usuarios de internet, (Nueva Zelanda, Islandia, Suecia, Islas Malvinas, Dinamarca, Holanda, Estados Unidos, Australia, Canada y Noruega) 9 están en el hemisferio norte.
No deja de resultar cómico advertir que, mientras en Senegal se preocuapan por la falta de agua potable, aquí montamos un numerito si un día se nos cuelga la ADSL.
Esta brecha tecnológica (¿algún día dejará de ser tal?) no hace sino aumentar las desigualdades entre los dos mundos, pero tal vez algún día el absimo se cierre, y cada uno de nosotros, desde nuestro escritorio, conectados a la World Wide Web podamos verlo.

martes, 10 de abril de 2007

una verdad muy muy incomoda

Ya es oficial:
Nos hemos cargado el planeta.
En menos de 50 años.
Qué guay.

martes, 3 de abril de 2007

el amor y una guerra (I)

miró su reloj.
las 23 04, su reloj digital le mostraba la hora con reflejos fluorescentes. Qué despacio pasaba el tiempo desde que estaba ahí, ahogado en ese agujero de polvo y suciedad.
Pensó en su casa. A esa hora tenían que estar todos, sus dos hermanas y sus padres, viendo la tele, o preparándose para ir a dormir. Bueno, todos menos su madre.
Se la imaginaba a ella, llorando delante del pequeño altar improvisado de fotos de santos de nombres imposibles, llorando e implorándole a una de sus miles de vírgenes, que no le pase nada a mi niñito, cuidamelo a mi niñito, por favor virgencita, tráigamelo a casa pronto y sano.
El nudo de la nostalgia volvió a atenazarle la garganta, como tantas otras veces (demasiadas), en las noches frías e inhóspitas del desierto oriental.
Se había acostumbrado (tenía brazos y voluntad de hierro), aunque no sin mucho esfuerzo, a pasar frío en los campamentos improvisados en medio de la nada, al cielo incadescente del medio día, a la brisa que quemaba, a la falta de agua, a la comida en lata, racionalizada y que sabía a mierda, a la falta de calor humano en las tardes de incomprensiones y nostalgias repentinas, se había acostumbrado incluso a la muerte. Se había acostumbrado a todo, menos a esa incómoda sensación de tener las lágrimas en los ojos, bregando por salir. No se podía permitir que le vieran llorando. A él, todo un hombre. Todo un soldado.
La marcha en la camioneta blindado ya duraba más de lo previsto. No es que le importara demasiado tardar o no tardar. En realidad, no es que le importara ya demasiado nada. Pero se preparaban para otra insurreción de la guerrilla, y no sabía si le quedaba mucho tiempo para preparar el rifle, para ajustarse el chaleco antibalas, para calarse bien el casco de acero y besar la medalla por última vez antes de volver a enfrentarse a la muerte cara a cara.
Le preguntó a un compañero. Estamos ya cerca de Kirkuk, le dijo, entre susurros.
La voz sibilina del teniente ordenó apearse del coche y, los 10 hombres armados y temblorosos se arrastraron sigilosamente por el suelo embarrado. La brisa nocturna les trajo sonidos de voces desgarradas, disparos de pistola, rumor de explosiones amortiguadas por la lejanía, el grito de un niño.
El sonido de la guerra.
La batalla había vuelto a comenzar, y, mientras las balas de ametralladoras automáticas silbaban en sus oídos, el soldado raso Jhon García cerró los ojos y se preguntó, una vez más, como cada segundo de cada minuto que llevaba en aquel infierno demencial, qué cojones hacía él ahí, cómo es que estoy aquí en vez de estar en la cama con mi novia, haciéndole el amor, bebiendo cerveza, viendo a los nicks con una bolsa de palomitas en la mano.
Nunca había sentido una vocación especial por ser militar, pero en fin, tampoco es que le hubieran dado demasiadas opciones. No quiso ir a la universidad porque sus padres se hubieran tenido que endeudar de por vida para pagarlo. No quiso trabajar en el taller de su tío Alberto porque no le pareció un trabajo de nivel.Y un día llamaron a su puerta, y el abrió a dos militares atildados que olían a colonia cara, y le dijeron: tenemos lo que necesitas. El futuro que esperabas.
Y el accedió, porque, pobre chiquillo latino en un barrio de blanquitos, todavía no se había terminado de creer que en América todos son iguales y tienen las mismas oportunidades. Y creyó en el futuro que le bridaba el ejército más poderoso del mundo, creyó que sosteniendo un rifle y vistiéndose de camuflaje podría llegar a ser alguien, y tal vez comprar una bonita casa de madera con un precioso jardín a las afueras de cualquier barrio residencial. Y lo creyó tanto, que ahí estaba él ahora, empapado, tiritando de frío, arrastrándose en el suelo cruel de un país que nunca le hizo nada, que nunca significó nada para él, que casi ni sabía situar en el mapa antes de que le dieran la palmadita en el hombro y le despidieran en el aeropuerto militar.
Y bueno, así estaban las cosas.
El walkie talkie crepitó con sonidos incoherentes dentro de su cinturón. Están cerca, uno de sus compañeros hablaba en clave, atropelladamente, con la voz quebrada por el miedo.
Ajustándose una vez más el casco hasta que le hizo daño, se sumergió en la oscura noche, con el rifle amenazante en sus brazos tensos, con el corazón apunto de reventarle las sienes, y respiró profundo, acórdandose del guiso de ternera con guisantes que su madre preparaba en las noches frías de octubre.